Un coloso vikingo, de estatura colosal, se yergue solitario en la cima de una montaña escarpada, tras de si un cielo azul y unos rayos de sol muestran su intensidad en la ladera. Su piel, de un verde esmeralda que evoca la vida ancestral, presenta una ligera transparencia que revela las vetas de la tierra bajo su epidermis. Una espesa barba rojiza y un cabello largo y salvaje enmarcan su rostro de mirada afable, surcado por profundas arrugas que cuentan historias milenarias. Sus ojos, del color del mar profundo, brillan con una sabiduría ancestral, y en ellos se refleja la tormenta que se desata a sus pies. Sus manos, grandes como rocas, acarician el viento mientras protegen un pequeño resplandor, como una vela en la tormenta, que yace en la palma de su mano. A pesar de su fuerza y poder, una lágrima de cristal, que refleja la luz de la luna, resbala por su mejilla, revelando la soledad de un ser que ha presenciado el nacimiento y la muerte de mundos. Sus vestimentas, hechas de raíces y hojas, se agitan al viento, como si fueran parte viva de la montaña misma.
Un coloso vikingo, de estatura colosal, se yergue solitario en la cima de una montaña escarpada, tras de si un cielo azul y unos rayos de sol muestran su intensidad en la ladera. Su piel, de un verde esmeralda que evoca la vida ancestral, presenta una ligera transparencia que revela las vetas de la tierra bajo su epidermis. Una espesa barba rojiza y un cabello largo y salvaje enmarcan su rostro de mirada afable, surcado por profundas arrugas que cuentan historias milenarias. Sus ojos, del color del mar profundo, brillan con una sabiduría ancestral, y en ellos se refleja la tormenta que se desata a sus pies. Sus manos, grandes como rocas, acarician el viento mientras protegen un pequeño resplandor, como una vela en la tormenta, que yace en la palma de su mano. A pesar de su fuerza y poder, una lágrima de cristal, que refleja la luz de la luna, resbala por su mejilla, revelando la soledad de un ser que ha presenciado el nacimiento y la muerte de mundos. Sus vestimentas, hechas de raíces y hojas, se agitan al viento, como si fueran parte viva de la montaña misma.