En lo más profundo del bosque, donde la luz del sol nunca llega y la noche parece eterna, habita una criatura que solo los más desafortunados han tenido el infortunio de ver. Sus ojos, dos pozos negros de vacío, parecen absorber la luz a su alrededor, dejando un rastro de oscuridad mientras se mueve silenciosamente entre los árboles. Su piel, pálida y translúcida, deja entrever un entramado de venas negras que palpitan con un ritmo propio, casi hipnótico. Es como si la criatura estuviera siempre al borde de la descomposición, pero sin llegar nunca a desmoronarse por completo. Su boca, una grieta ancha y torcida, está llena de dientes afilados y desiguales que sobresalen en ángulos imposibles, goteando una sustancia viscosa y oscura que huele a sangre y podredumbre. Tiene extremidades largas y desproporcionadas, con dedos finos y ganchudos que terminan en uñas tan afiladas como cuchillas. Cuando se mueve, sus articulaciones emiten un crujido seco y escalofriante, como ramas quebrándose bajo el peso de un pie invisible. A pesar de su apariencia frágil, la criatura es sorprendentemente rápida, deslizándose por el suelo y trepando árboles con una agilidad antinatural.