En un oscuro y polvoriento cuadrilátero, temblando bajo la luz titilante de una bombilla parpadeante, dos boxeadores viejos y corpulentos se enfrentan en una feroz lucha. La atmósfera es siniestra, impregnada de tensión, como si el aire mismo pulsara con el eco de sus golpes. Ambos hombres superan los 130 kilos, pero uno de ellos destaca por un brutal contraste: su piel, previamente sudorosa, ahora está bañada en sangre. La luz parpadeante resalta las manchas rojas que gotean de su ceja rasgada y su labio partido, dándole una apariencia casi fantasmal mientras el sudor y la sangre se entrelazan en un torrente viscosa. De repente, el boxeador con el ojo cerrado lanza un puñetazo brutal, enviando un chorro de sudor por el aire como si fueran destellos casi artísticos. —¡PUM!— El impacto resonante resuena en el cuadrilátero, y gotas de sudor y sangre son esparcidas por doquier, reflejando la penumbra en un espectáculo grotesco. Su oponente, aún erguido a pesar del daño, siente la fuerza del impacto y retrocede tambaleándose, arrastrándose un poco por el peso de su propia fatiga. Pero con un rugido gutural, reúne las fuerzas restantes y responde con un golpe furioso. Su puño vuela hacia adelante, cortando el aire con un silencio peligroso. La escena se convierte en un baile macabro. Los cuerpos chocan, y en el momento en que sus puños se encuentran, el sonido es un eco sordo, como el retumbar de un trueno en la distancia. Más sudor y sangre vuelan por el aire, creando una niebla sanguinolenta que envuelve a ambos contendientes. Por un momento, el mundo exterior parece desaparecer. Solo existen ellos, luchando no solo contra el rival, sino contra los propios años que han desgastado sus cuerpos. La pasión y el orgullo luchan en sus corazones, mientras en el cuadrilátero el sudor y la sangre cuentan la historia de su feroz resistencia. En esta brutal contienda, aunque los golpes son cada vez más pesados, el fuego de la lucha nunca parece apagarse.